Palabras pronunciadas por Juan María Gómez Ortiz, del Foro por la Memoria de Albacete en el Día de la Memoria 2011.

Palabras pronunciadas por Juan María Gómez Ortiz, del Foro por la Memoria de Albacete en el Día de la Memoria 2011.

Cementerio de Albacete, 17 de abril de 2011.

En la escuela de un pueblo de Castilla-La Mancha los niños cantaban en el curso de 1931 el himno que les enseñaba la maestra: « Bajo el cielo azul de España/que tan limpio está en abril/ Dimos la elección al mundo/más gallarda y más viril». Hace ahora 80 años, llegaba el régimen republicano en un tiempo de primavera que presagiaba un renacimiento no sólo de la naturaleza, sino también de las esperanzas que el pueblo trabajador y explotado tenía en su República. Y es que, como cantaban los escolares: «Muchas gentes sin trabajo/ sin escuela y sin pan/ Es la herencia que dejaron/ los borbones al marchar».

Era ilimitada la confianza en que vendrían tiempos mejores, en los que las semillas de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad habían de germinar y dar como fruto un país democrático, rescatado su suelo a los aristócratas y puestas sus fuerzas productivas al servicio del progreso común.

Unos tiempos en los que cada español se sintiese respetado en sus derechos sin distinciones. Donde la mujer pudiese votar y dejase de ser una ciudadana de segunda categoría. Donde se acabasen lacras como la corrupción, el caciquismo, el machismo. Donde las nacionalidades tuviesen esa representación y participación en la vida política que el centralismo borbónico había anulado. Donde la libertad de conciencia se impusiese a la intolerancia y a un clero identificado con el poder más reaccionario y sus peores lacras represivas.

Se sabía que en el mundo las coronas ya habían cumplido su misión y que el ejército tenía que volver a ser la representación de la idea del pueblo en armas, defendiendo sus libertades y su independencia, y no un instrumento para medrar o adquirir privilegios sobre los civiles. Se confiaba especialmente en el poder igualador de la educación, en que finalmente estaban llegando los tiempos donde afanes muy antiguos del género humano, enraizados en el Humanismo y en la Ilustración, sueños de cultura y alfabetización, de aprendizaje y de acceso al arte y a la ciencia, habían de cumplirse para toda la población. El país estaba dispuesto a ponerse en marcha hacia el futuro y se llenó de la alegría de la paz. «Sin una gota de sangre/ la república llegó», cantaban la maestra y los escolares: «Y debemos respetarla, para ser buen español».

Pero los tiempos eran difíciles en Europa y en el mundo. El fascismo italiano y alemán iba a ser el arma principal que usaron los que en España representaban el pasado, todo lo viejo, lo crápula y lo caduco, para dar muy poco tiempo a que se pudieran consolidar las conquistas de la clase obrera y todo el pueblo español avanzado y progresivo. De repente, como contó Pablo Neruda, «una mañana todo estaba ardiendo... »

El pasado aún tenía fuerza y encontró los instrumentos para poner a nuestra Historia en el brete de la guerra. Porque al contrario de lo que pensaban los golpistas, el pueblo español se dispuso a vender muy caras sus libertades y afrontó aquel sino trágico al que fue sometido relegándolo todo en sus vidas hasta que los rebeldes fueran vencidos. La República, aquella niña bonita del mes de abril, se puso sobre el gorro frigio un casco de acero y se aprestó a defenderse organizando un Ejército Popular en el que los comisarios políticos explicaron con palabras nuevas una vieja lección de ciudadanía: que los pueblos libres son aquellos que saben que la libertad es un valor que está por encima de la vida. Y en defensa de esa libertad los españoles y españolas corrieron todo tipo de riesgos, asumieron sacrificios sin cuento y cayeron en combate con derroche de generosidad.

Pero no solo cayeron durante la contienda. Acabada la guerra, se cernió sobre nuestros mayores la más cruel de las suertes, al quedar a merced de aquellos a quienes habían combatido con un entusiasmo y un tesón que habían sido para los pueblos del mundo el mayor ejemplo visto en el siglo XX de dignidad colectiva y amor a la democracia. El furor de los sublevados y rebeldes, convertidos ahora en vencedores, se cebó en hacer desaparecer físicamente del mapa a todos aquellos que hubiesen sido sostén de la República. Tanto en España como en los infames campos de exterminio de Europa, como el de Mauthausen.

 Estamos reunidos hoy en un lugar donde, en una fosa común, reposan los restos mortales de cientos de aquellos represaliados, los de Albacete. Los de la ciudad que fue el buque insignia del internacionalismo proletario. Represaliados de todos los partidos del Frente Popular, hombres y mujeres, ciudadanos de todas las edades y condición, cuyos restos nos están transmitiendo un mensaje a la vez necesario y enérgico.

Parecen no haber hallado en la gesta que se vieron obligados a vivir más que sufrimiento, derrota y muerte. Aún esperan que el Consistorio de esta ciudad admita por ley que su sacrificio merece un reconocimiento y un memorial que recuerde la verdad. Pues en vista de que dieron la vida defendiendo el régimen legalmente establecido entonces, en vista de que cumplieron en el frente con los deberes señalados por las autoridades que les llamaban a filas o que en la retaguardia fueron sostén de la Constitución vigente y de la legalidad, es de Justicia que se les reconozca su mérito y el valor de su sacrificio. Eran buenos españoles, la flor de Castilla-La Mancha y la nata de Albacete. La Justicia que se hiciera con su memoria sería altamente reparadora para sus familias, sus hijos y sus nietos, y para los amigos de sus hijos y sus nietos. Sería como enderezar un poco los torcidos renglones con los que se escribió entonces su historia. Contribuiría a poner las cosas en su sitio, a hacer menos onerosa la paradoja de que durante tantos años sólo haya habido desolación y duelo donde debería haber habido gloria y cantos de júbilo.

Pero los pueblos estamos en cierto sentido acostumbrados a que en nuestras largas marchas por la Historia a la búsqueda de esos valores superiores que enunciábamos al principio, por construir un mundo donde no haya que soportar la injusticia y la explotación del hombre por el hombre, se den derrotas terribles que hay que pagar a un precio muy elevado. Para nuestros hermanos franceses debió ser muy duro durante tantas décadas acercarse cada año, también en primavera, al Muro de los Federados para honrar a los miles de fusilados a resultas de la derrota de la Comuna de París. Podríamos citar muchos otros ejemplos, que no vendrían a demostrar sino que los grandes logros de los pueblos se alcanzan tras luchas que pueden prolongarse por generaciones. Nuestros mayores, en el tiempo que les tocó vivir y luchar, hicieron buena la estrofa del himno de la Joven Guardia: «Noble es la causa de librar, /al mundo de la esclavitud/ y este camino hay que regar/ con sangre de la Juventud». Versos que cantaban las «13 rosas» en el camión que las conducía a la tapia del cementerio del Este en Madrid donde serían inmoladas.

Sin embargo, sobre toda esa derrota, en toda esa muerte que recibieron aquellos cuyos restos yacen bajo la tierra de este cementerio de Albacete, hay también, como decía la norteamericana Helen Keller, una luz inextinguible. La misma que alumbraba a Espartaco cuando luchaba contra los amos esclavistas. La que alumbraba a Padilla, a Bravo y Maldonado bajo el pendón morado de Castilla. La que brillaba en los ojos indómitos de Mariana Pineda. La que alumbró a Galán y a García Hernández ante el pelotón de fusilamiento en Jaca. Una luz que surge de su memoria y que todos ellos y ellas envían para que se refleje en nosotros 80 años después de aquel 14 de abril e ilumine las luchas de nuestro presente.

Y con esa luz quieren también hacernos vislumbrar lo que siguen esperando de nosotros hoy, como lo esperaban en los peores años de la represión franquista: que no les olvidemos, que su sacrificio no sea en balde. Que mientras seamos capaces de preservar su memoria y de entender y hacer entender el profundo sentido de su sacrificio, no habrán muerto.

 Estarán vivos y se harán presentes en cualquier lugar del mundo donde los seres humanos reclamen la dignidad que se merecen o luchen por afirmar la libertad, la igualdad y la solidaridad fraterna, sillares sobre los que deberá asentarse el mundo mejor en que ellos creyeron y por el que dieron sus vidas. Mundo mejor cuya construcción, más allá de la retórica, se concreta hoy día en nuestra lucha cotidiana contra la injusticia, porque cambie nuestra calle, nuestro pueblo, nuestra escuela, el pasillo del hospital o la cola del paro. En estos tiempos difíciles en los que de un plumazo se hace retroceder las posiciones cuya conquista a la clase trabajadora le había costado largos años de esfuerzos y luchas, en los que se venden parcelas de estado de bienestar a bajo precio a fin de no incomodar a los poderosos, donde, parafraseando a Dolores Ibárruri, en su discurso de despedida a los brigadistas internacionales, «se interpretan los principios democráticos mirando hacia las cajas de caudales o hacia las acciones industriales, que quieren salvar de todo riesgo», nosotros, uno a uno, podemos hacer mucho por que las cosas cambien.

 De modo que ese afán por un mundo mejor que se proyecta cada 14 de abril nos haga rememorar, no con nostalgia del pasado sino con la mirada puesta en el futuro, y el convencimiento de que ese porvenir puede ser conquistado con los valores de la izquierda, la estrofa que cantaban la maestra y los escolares manchegos en 1931: «En los pechos españoles/ nueva vida nace ya/ Bajo el sol republicano/ de Justicia y Libertad.»

Juan María Gómez Ortiz